miércoles, 26 de diciembre de 2018

Días II


Es el centro del mundo —escribe Octavio Paz— cada cuarto. Los cuartos, sorpresivamente, se van convirtiendo en las estancias donde la vida y su materia se inventan. Recuerdo, esta vez, una película. La habitación, es su nombre. Allí, a simples rasgos, una madre que padece de un encierro da a luz a un niño. El cuarto, al cabo de los días, se convierte en el universo para el niño. Afuera, más allá de las paredes, se dilata otro mundo, pero en él estará el mundo que su madre le entregó con tan poco. Mejor dicho, sobrevive el mundo que se entrega con ese fervor que solo el corazón implanta. He pasado dos noches en un cuarto, cuyos grandes ventanales, apenas contienen una parte de la ciudad. Durante la noche, mientras los ojos se llenan de imágenes curtidas, algunas luces se extinguen como estrellas viejas. Ayer, en la tarde, recorrí el Centro de la ciudad. Bajo los rascacielos, bajo el techo de los quioscos, pensé en las calles como un laberinto que esconde un pasado enemigo de los hombres, porque aquí la sangre también ha sido silenciada. La tarde era calurosa, enorme. Las calles se extendían sin esfuerzo por la amplitud del espacio. Llegamos, así, a Cafebrería El Péndulo después de caminar por la Avenida la Revolución. Una música de cámara venía de adentro. Entrar allí, sin duda alguna, es ser testigo de una aventura que solo costean los libros. Una vez adentro la música chorrea por todas partes, como si saliera de nosotros. Es imposible contenerlo todo en los ojos. Esta sensación la tuve meses atrás, en el Centro de Bogotá, cuando entré a Merlín. Es una sensación delirante, con un ahínco inabarcable. Después de ojear ante un infinito, encontré la Obra poética de Eduardo Mitre editada por Pre-Textos. La llevo bajo el brazo mientras la búsqueda continua. Aparece, entre una pila de autores mexicanos, Trayectoria de Goethe de Alfonso Reyes. La sostengo junto al anterior.  Pregunto a uno de los libreros por Cartucho, de Nellie Campobello. Me cuenta que el Fondo de Cultura la editó en una obra completa, pero que, por algunos meses no ha vuelto a llegar. Voy al piso continuo donde funciona como café. Tomo un tamarindo mientras leo afiches publicitarios de los últimos días. Días atrás hubo un desayuno musical con un grupo que parece versátil con la música por el juego de sus instrumentos. La gente iba y venía. Por momentos miraba hacia los lados y recordaba, con imágenes entrecortadas, la Biblioteca de Babel de Borges. Todo parecía tan indefinido, tan infinito, que fielmente pensé que este corazón lo sostuvieran los sueños.

martes, 25 de diciembre de 2018

Días


Despertar, después de dejar las estrellas en su sitio, en una ciudad extraña es, en efecto, inventar con pocas lineas un universo. La sensación de extrañeza por los lugares  revive paisajes, rostros, momentos. Anoche, arribando pensaba que las experiencias no se repiten, sino que se van sumando unas a otras hasta dejar una expresión de forastero. A veces, por diversas razones, la mejor forma de conocer una ciudad es perderse por sus calles, como quien busca algo que no regresa. Aquí el sol resplandece desde temprano: una mancha de colores lame los rascacielos. Y la ciudad, como animal derrotado, se entrega a la mansedumbre del tiempo. En las primeras horas, hombres y mujeres, atraviesan trotando la calle. De pronto, sin vacilar, se pierden por una avenida que rompe el horizonte conteniendo una fluidez, casi de reloj. Mientras la ciudad se desfigura pienso, en estos momentos, en los paisajes áridos de Cómala. Rulfo y tantas palabras silenciadas como un espejo que copia formas y calla. En este lugar, de un ritmo atropellado, guardo tantas pasiones encaradas, que este empeño por fustigarlas me quedará incompleto. Anoche, vale decir, de camino al hotel conversaba con una de las personas que me recibió. Me contó, por un momento, de las grandes librerías de usados que hay en el centro de la ciudad. Lugar que, sin duda alguna,  quiero descubrir caída la tarde. Por el momento, con una fascinación intacta, escucho a Brahms en esta esta mañana y sospecho que hoy me suena diferente que ayer. 

C. M

miércoles, 28 de noviembre de 2018

De la libreta

Rafael Argullol, esta vez, en Maldita perfección escribe: "Se dice, y yo desde luego lo comparto, que es difícil conocerse a uno mismo, pero tan difícil como eso es pintarse a sí mismo"





domingo, 26 de agosto de 2018

Libretas

Ricardo Piglia decía que lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño. 
















domingo, 12 de noviembre de 2017

Sincronías


Dante señaló en cierto momento: un poema es una composición de palabras a las que se le pone música. El ritmo constituye la esencia del poema: el poema es música verbal. La poesía, dice José Manuel Arango, es un baile: una danza donde la bailarina no vuela, pero semeja que volara; por momentos se cree que flota, que se eleva por encima de las cosas, vuelta mera sustancias musicales. El poema es un organismo vivo, palpitante, que existe a través de la música y resplandece con un ritmo casi imperceptible en las emociones del hombre, pero que se percibe en el fondo. El poema es la metáfora de la música: la música escrita, hecha palabras que, en consecuencia, llegan al límite del lenguaje común. La literatura ha tenido la necesidad de contener un ritmo, una música, una exquisitez para el oído, una elocuencia y una claridad. Y, misteriosamente, las palabras se vierten en un ritmo, cuyo compás tan breve, tan tan punzante, parece que nos rompiera el silencio. (…)

jueves, 21 de septiembre de 2017

Notas al margen


En el arte al igual que la vida, poco a poco, cada acción debe tocar el límite porque ambas, al parecer, se crean en el instante en que se soportan. La vida, desde luego, no puede verse como un ente aislado del arte, al contrario, una y otra van unidas de tal manera que es imposible, después de estar inmerso en la creación, ver la vida sin el arte. Con su fuego, estridente, el arte  penetra en la vida dejando una polvareda, un terrible delirio de inventar. Quien se ha sumido en la poesía –escribe Vladimír Holan—nunca se saldrá. Semejante a Atlas, con joroba o sin joroba, cargamos el mundo con todos sus sueños, mientras empecinados en la soledad pulimos la creación como una piedra aguzada, para hacer flechas. Hacia 1784 Mozart, aferrado al arte como a sus secretas entrañas, volvió a sus piezas y terminó la Sonata No 14 en Do menor. Obra que, posteriormente, generó pie a Fantasia en Do menor, para piano. El compositor que pasaba los días tarareando sonidos, desembocó toda su vida a la búsqueda de la música, en la búsqueda de una armonía que reverdecía, mientras escuchaba los compases y entendía, más vivo que nunca,  que la música es del mundo.  Desde el fondo, como un irritado fuego, alimentamos el arte con la sustancia de los días: a la creación vamos sumando parte de lo que somos hasta quedar con la carne desnuda y con las manos colmadas de despojos. 

sábado, 5 de agosto de 2017

Notas de instante



Hay veces, pues,  nos encontramos con los días en lugares distintos. Amanece, entre tanto, y despertamos en una ciudad extraña, a veces enorme, retorcida, somos por un momento aquel naufragio, donde la ausencia de todo se acentúa. Se extraña, entonces, los detalles más tranquilos del hogar: los sueños quedan en una almohada ajena, los rayos del sol se desgajan por otros lugares y el piso que, acostumbrado a pasos extraños, devuelve sensaciones distintas. Cada gesto es diferente. Hay ciudades que, por su división puesta de forma precisa, poseen un mar  cuyas orillas esperan, noche a noche,  el olvido que arrastra la marea. Se escucha, desde las calles, voces con otros acentos que apalabran el mundo y fabrican la vida, muchos de ellos,  con una perfecta armonía de colores y formas. Se vive aquí, por lo general, regidos por una simplicidad, despreocupados del orden establecido del mundo, en un revoltijo de perplejidades que las palabras que llevamos se quiebran en las comisuras de los labios. Hay ciudades, en cambio, que acorralan con una extraña naturaleza, que empujan con su instinto, que devoran con sus yemas tibias, por lo menos, en una oscuridad con olores a oxido. Cada ciudad tiene su apariencia: una costra de cemento que endurece mientras caminamos.